07/10/2025
Por: Mario Rapoport - Profesor Emérito de la UBA. Con la colaboración del tesista de grado Yair Arce (UNSAM)
El pasado 22 de septiembre el Gobierno a través del decreto 682/2025 eliminó las retenciones a granos y subproductos hasta el 31 de octubre o hasta que se liquiden los USD 7.000 millones en Declaraciones Juradas de Ventas al Exterior (DJVE). Ocurrió lo segundo y en tiempo récord. Una medida financiera para obtener divisas en el mercado cambiario, que se sabía, no podía sostenerse por la presión de los perjudicados intereses agrarios estadounidenses, ahora bajo el sol tremendo de Trump sobre nuestras cabezas.
Si bien el decreto apuntaba a reducir los derechos de exportación de ciertas mercaderías agroindustriales, dicha medida se mantuvo sólo por tres días beneficiando casi exclusivamente a las grandes compañías cerealeras exportadoras. Grandes acopiadoras y comercializadoras de granos y derivados colocaron anticipada y virtualmente órdenes de compra. Maniobra denunciada por los medianos y pequeños productores que acusan a los grandes exportadores de arrogarse el beneficio. En esta línea, el presidente de la Confederación General de la Producción (CGP), Gastón Borsini, caracterizó de “kamikaze”, improvisada y meramente electoralista la medida económica de eliminar las retenciones con el afán infructuoso de resolver problemas macroeconómicos
La quita -temporal- de retenciones de los productos agrícolas de exportación vuelve a colocar en el debate público la cuestión de las reformas del sistema tributario, la diferenciación interna y conflictiva de los agentes económicos del sector agrario y el juego de los poderes externos en un país dependiente. Pero, sobre todo, coloca en primer plano la lógica de la política económica de La Libertad Avanza (LLA) que se debe comprender desde dos registros diferenciados pero articulados al calor de la coyuntura nacional e internacional. Un aspecto estructural en el que se relegitiman las ideas neoliberales ancladas en la crítica al Estado y las transformaciones en el campo con la emergencia del modelo del agro negocio. Un elemento central es el fuerte proceso de financiarización de la cadena agro comercial y de la exportación de granos en las últimas tres décadas. Un segundo aspecto, en el marco de la profundización de la dependencia, está vinculado al pragmatismo político gubernamental por la acuciante pérdida de reservas del BCRA. Sin embargo, y debido a que no contarán con la totalidad de las divisas hasta el año que viene, el decreto sólo sirvió para que los grandes exportadores del sector agropecuario obtengan ganancias extraordinarias por 1.500 millones de dólares y se continúe financiando la fuga de capitales. Lo que produjo, al mismo tiempo, una considerable pérdida de ingresos fiscales.
Félix J. Weil le daba por nombre “la tierra del estanciero” a uno de los capítulos de “El enigma argentino” (1944), obra esencial para conocer la Argentina en las vísperas del peronismo. Weil era miembro de una familia que poseía a principios del siglo XX una de las más grandes firmas de exportación de granos del país y reconocía que la producción agropecuaria estaba manejada por un reducido número de grandes compañías agroexportadoras como Bunge y Born, Louis Dreyfus and Co., Weil Hermanos, Huni y Worsmer. En la actualidad se repite el mismo esquema e incluso algunas empresas siguen vigentes como principales beneficiarias del decreto. Tal es el caso de Bunge y Louis Dreyfus Company (LDC) que junto a Cargill (norteamericana), Aceitera General Deheza (AGD) y la Asociación de Cooperativas Argentinas (ACA) concentran más del 70% del comercio agroexportador del país.
En suma, un rodeo histórico que coloque en primer plano la anatomía del poder económico agrario y su relación con el estado puede ayudarnos a clarificar las controversias del presente.
La cuestión histórica y su proyección presente
El dilema del desarrollo argentino lo señalamos allá por 1980 en Gran Bretaña, Estados Unidos y las clases dirigentes argentinas 1940-1945, al plantear que la política exterior y comercial de las clases conservadoras locales fue el de tener, al mismo tiempo, mercados compradores asegurados y permear sus fronteras a los países que nos compraban, pero nunca buscó ex profeso la industrialización o la diversificación de sus exportaciones.
La posible salida a través de la Unión Sudamericana y el Mercosur, una alianza de intereses comunes con Brasil, o la incorporación a los BRICS se ha desvanecido por la política de extrema derecha del gobierno. Quedaría la presencia cada vez más notoria del gigante chino. Pero difícilmente pueda armarse otra triada semejante basada en la vigencia plena del modelo agroexportador como con los países anglosajones. La actual guerra comercial entre China y Estados Unidos impide cualquier tipo de nueva triangulación.
Argentina, fuertemente endeudada, se halla en la trampa sin salida de un modelo de país disfuncional frente a los desafíos incumplidos del desarrollo. Un modelo sin país que no alcanza para alimentar a nuestra población, ni para mantener ni mejorar sus industrias y empleos, salvo los de una pequeña élite agropecuaria (ahora también extractivista) y exportadora con sus socios económicos y financieros que a su vez succionan nuestros ingresos, enviándolos al exterior. Sólo nos queda la “alianza estratégica” con un EE. UU. en declive hegemónico; con mercados competitivos y sólidamente protegidos contra nuestra economía, ya condicionada por el endeudamiento externo.
La poderosa oligarquía que gobernaba el país a principios del siglo XX, en función de sus intereses agroexportadores, tenía tres características principales. Primero, una cultura fuertemente rentística, pues sus principales ingresos provenían de las extraordinarias ganancias que les brindaba la renta de la tierra. Segundo, una conducta antidemocrática que permitió a “todos los hombres del mundo habitar el suelo argentino”, pero marginó políticamente a los inmigrantes que llegaron para trabajar, pero no para ser ciudadanos. Fue, en un principio, la llamada “república restringida” de la que nos habla Botana, perpetuados en el poder mediante el mecanismo nada elegante del fraude electoral y la interdicción de sus opositores. Tercero, una visión del mundo neocolonial, como sintetizó en una discusión en el Congreso de la Nación en diciembre de 1940 el senador conservador Caballero por Salta: “los ingleses han ennoblecido el móvil dominante en ellos de comerciar con el mundo […] en el asta de sus barcos mercantes, cuando los vemos arribar a los puertos o alejarse de ellos, percibimos ese nimbo espiritual que los envuelve”. Por algo se llegó a pensar a la Argentina como una especie de “colonia informal” del Reino Unido, el principal comprador de nuestros productos. En estos tiempos se adoptó la ciudadanía estadounidense que no nos favorece ni carnal ni espiritualmente, al interior de un sistema pseudodemocrático que favorece la exclusión de las mayorías y la corrupción, como en aquel pasado.
En la evolución de la economía argentina los productos primarios, especialmente los alimentos originados en la región pampeana desempeñan un papel relevante y constituyen un componente esencial de las exportaciones. La experiencia histórica muestra que el Estado argentino tuvo en cuenta muy tempranamente esta problemática y ha venido interviniendo en el mercado agropecuario desde su misma fundación.
Sin embargo, en el último medio siglo bajo gobiernos civiles y militares los problemas fiscales y el endeudamiento externo llevaron a la aplicación una y otra vez de retenciones a las exportaciones agropecuarias que dieron lugar a reacciones de un tenor diferente por parte de las principales entidades rurales. Es cierto que esos impuestos fueron acompañados por devaluaciones y los porcentajes eran menores, pero también lo eran los precios internacionales.
Para empezar, durante la “Revolución Libertadora”, mediante un decreto de octubre de 1955, y acompañando una fuerte devaluación, se establecieron retenciones de hasta el 25% del valor exportado, existiendo una amplia lista de productos involucrados. De nuevo, en diciembre de 1958, bajo el gobierno de Frondizi, se volvió a fijar retenciones para los principales productos agrícolas y ganaderos del orden de un del 10 al 20% del valor de las exportaciones. En este caso, ya en agosto de ese año se había desdoblado el tipo de cambio y los exportadores de carnes y productos vacunos debían liquidar el producido de sus ventas al exterior en un 65% al tipo de cambio único y en un 35% al tipo de cambio libre, que era mucho mayor, por lo que las divisas que obtenían se veían igualmente mermadas. Además, en enero de 1959 se fijó un impuesto adicional del 15% a las exportaciones de trigo y otros cereales. Debemos recordar que la mayor parte de estas medidas siguieron rigiendo bajo el ministerio del ultraliberal Álvaro Alsogaray, entre junio del ‘59 y abril del ‘61. Ya en 1961, sobre las retenciones establecidas entonces, la Memoria de la SRA opinaba que “son la demostración evidente de un tratamiento discriminatorio que vulnera las disposiciones acerca de la igualdad de las cargas publicas contenidas en la Constitución”; y la Memoria de 1962 decía abiertamente que “para incrementar las exportaciones debe reducirse la influencia de los dos factores que las disminuyeron en los últimos veinte años: el consumo interno y las medidas de gobierno que despojaron al campo en beneficio de una industrialización forzada llevada a cabo en forma inorgánica”.
Durante la presidencia de Arturo Illia, además de fijarse controles sobre la exportación, por un decreto del 19 de abril de 1965 se puso en vigencia una retención del 13% al valor exportado del trigo, del 9,5% al de las carnes y del 6,5% al del maíz, a pesar de que la SRA en su Memoria de 1963 ya señalaba que esos impuestos constituían “un elemento regresivo para incrementar la producción rural”. Pero la más resonante medida en este sentido la iba a tomar bajo la dictadura de Onganía un economista del establishment, Adalbert Krieger Vasena, como parte de su plan económico lanzado en marzo de 1967. Krieger realizó una devaluación del 40% del tipo de cambio al tiempo que estableció un derecho de exportación para los principales productos agropecuarios de un 20 a un 25%. Como afirman Mallon y Sourrouille fue el primer intento de una devaluación casi plenamente compensada. Junto a una rebaja de cerca del 50% de los derechos de importación se impusieron fuertes retenciones a las exportaciones tradicionales, una forma de “compensar la mayor parte de los efectos de la devaluación sobre los precios internos”. En este caso, en respuesta a las declaraciones públicas del ministro denunciando presiones para que esa medida se revea, la Memoria de la Sociedad Rural de 1968 replicaba con cierta prudencia: “Cuando la SRA, convencida de que una justa política de ingresos requiere la eliminación de los impuestos a la exportación ha expresado sus puntos de vista, que podrán ser o no compartidos, lo ha hecho en un tono mesurado, […] de ninguna manera ha ejercitado o pretendido ejercitar presiones”.
Nuevamente, en 1970 y 1971, en forma conjunta la SRA, la FAA, CONINAGRO y CRA coincidieron en protestar ante los poderes públicos por la vigencia de las retenciones. Pero la respuesta del gobierno militar, en el breve interregno de Levingston y luego con Lanusse se reveló sorda a esos reclamos. El 16 de noviembre de 1971 se impusieron derechos de exportación de un 11% a aquellos productos que estaban exentos y se aumentaron las retenciones a los que pagaban más de un 20%. Mas tarde, el 22 de febrero de 1972, el Poder Ejecutivo fijó derechos especiales móviles a la exportación, con un tope del 15% del valor exportado, a fin de evitar, entre otras cosas, un aumento de los precios internos, y en noviembre de ese año se prohibió la exportación de ganado vacuno en pie para mejorar el abastecimiento de la población. Con Martínez de Hoz y un peso notoriamente sobrevaluado se perjudicó al campo sin fuertes reclamos por parte de las entidades rurales. Finalmente, la última dictadura militar, en el ministerio de Roberto Alemann, impuso de nuevo retenciones a la exportación –que habían sido suprimidas- antes aún de la guerra de Malvinas, retenciones que luego fueron aumentadas cuando estalló el conflicto. La Memoria de la SRA de 1982 expresó en esa circunstancia una aceptación condicionada: las retenciones “no entran dentro de nuestra filosofía, pero en el momento difícil que vive el país las aceptamos, aunque no compartamos la idea de su conveniencia”.
No obstante, en ninguno de esos episodios tuvieron lugar “paros” agropecuarios. Estos sólo se realizaron con los gobiernos de Isabel Perón, Raúl Alfonsín y Cristina Fernández de Kirchner. En el primer caso, sobre todo, partir de la creación, en agosto de 1975, de una nueva organización empresarial, la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE) con propósitos abiertamente golpistas. En ella se congregaron los miembros de las agrupaciones empresariales más importantes. En sus declaraciones la APEGE criticaba duramente al Pacto Social y responsabilizaba a la CGE y a la CGT de la crisis, al tiempo que llamaba a responder a las amenazas planteadas por el “desmedido avance sindical”. En octubre y noviembre de 1975 se organizaron lockouts ganaderos, que hicieron escalar el precio de la carne. La práctica se repetiría en febrero de 1976, en forma aún más extensa, abarcando a todo el sector y con expresos objetivos de desestabilización, que se concretaron con el golpe militar del 24 de marzo de ese año.
Este tipo de medidas de fuerzas se repitieron durante el gobierno de Alfonsín, en 1987, como respuesta a las retenciones mismas, y en 1988, como consecuencia de un desdoblamiento cambiario. Los presidentes de las organizaciones agropecuarias más importantes del país -la SRA, la Confederación Rurales, la Federación Agraria y Coninagro- coincidieron en que esa política era “confusa y lamentable”. "Nos obligan a rechazarlo en todos sus términos", decía el representante de una de esas entidades. Los productores agropecuarios advertían que la liquidación de sus exportaciones según el tipo de cambio llamado comercial -que se cotizaba un 20% menos que el denominado financiero- era un "impuesto encubierto". En esta ocasión también esas acciones contribuyeron a acelerar la caída del gobierno y Alfonsín tuvo que traspasar el mando, en medio de una galopante hiperinflación, antes de terminar su mandato.
En 2008, en pleno boom de los commodities, sucedió el denominado conflicto entre el campo y el gobierno por la resolución 125, que establecía un régimen de retenciones móviles a las exportaciones de soja, trigo y maíz. El conflicto escaló de tal manera que produjo un paro del sector que duró 129 días y la salida del ministro de economía Martín Lousteau, culminando con el fracaso de un proyecto de ley debatido en el congreso que selló la derrota oficialista.
A modo de cierre
El campo no es uno sólo. En el nuevo modelo de agronegocios conviven realidades muy distintas con sectores altamente concentrados que disponen de la mayor parte de la tierra y de los recursos financieros y productivos y otros que dependen de ellos. A su vez, la complejización del sector agrario cuenta con varios actores. En el circuito de producción se encuentran los grandes propietarios que cuentan con nuevo equipamiento tecnológico; los “contratistas” que pueden ser considerados como productores sin tierra como los pools de siembra y los fondos de inversión; y medianos y pequeños productores, parte de los cuales se convirtieron también en rentistas, alquilando sus propiedades para el cultivo de soja.
La renta agraria es una condición específica del sector agropecuario que tiene como característica principal la propiedad de un recurso limitado como la tierra, tal como fue definida por David Ricardo en el siglo XIX en su crítica a la aristocracia terrateniente británica que obstaculizaba el desarrollo industrial. En el caso de Argentina se trata de una renta extraordinaria obtenida a nivel internacional dada las condiciones de productividad de nuestro suelo, una parte de la cual debería ser apropiada por el Estado con el objetivo de favorecer la industrialización, apoyando a otros sectores de menor productividad y al conjunto de la población.
Por ello, la problemática no tiene que ver sólo con el nivel de las retenciones sino con políticas específicas de redistribución. La controversia sobre las retenciones tiene una larga historia en las relaciones entre el campo y gobiernos de muy distinto origen e ideologías, que trasciende el conflicto actual y que en ocasiones tomó nítidamente un carácter político que en otras no tuvo. De cualquier modo, si como dice el viejo lema de la SRA “cultivar el suelo es servir a la patria”, se trataría de una patria especial, donde el excedente del sector no tiene que ver con las políticas públicas ni con una distribución más equitativa de las riquezas del país. Sin embargo, la historia nos muestra también el otro lado de la moneda. Para los intereses rurales la intervención del Estado puede justificarse si en vez de excedentes se tienen pérdidas, como ocurrió en la década de 1930. Entonces, para paliar la crisis que vivía el sector por la baja de los precios internacionales de sus productos, los gobiernos conservadores de aquellos años crearon la Junta Reguladora de Granos y la Junta Nacional de Carnes, que tenían por finalidad compensar esas pérdidas. En este caso se invertían los términos: era “la patria” la que servía a los que cultivaban el suelo. La función de la primera consistía en comprar los granos a un precio básico que cubriese los costos de producción a los agricultores y venderlos gradualmente a los exportadores. Estos precios-sostén se pusieron en vigencia en casi todas las cosechas hasta 1939, y en aquellas operaciones con pérdidas para el organismo se empleaba el margen de cambios. Es decir que la diferencia que obtenía el Estado al desdoblar el tipo de cambio, comprando a un precio oficial y vendiendo las divisas a un precio mayor.
Pocos años después, durante el gobierno peronista, se impulsó el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), con el fin de regular la comercialización de los productos agrícolas y la importación de bienes esenciales. Ese instituto manejaba globalmente el comercio exterior, gracias a lo cual el Estado controlaba también una importante fuente de ingresos, al tiempo que absorbía las funciones de ambas Juntas y de otros organismos surgidos en los años treinta. El IAPI fue disuelto por la dictadura surgida en 1955 pero las funciones de las demás Juntas se reactivaron nuevamente hasta su desaparición en los ‘90 durante el mandato de Carlos Menem cuando se implementa el Plan de Convertibilidad y se establece una política de retenciones cero. A su vez, para fomentar las relaciones carnales, se privatizan varias empresas estatales, entre ellas YPF y los ferrocarriles, fundamentales para el desarrollo agropecuario e industrial. La devolución de gentileza fue mantener los precios internacionales de las materias primas por el piso. Al mismo tiempo, se inunda el mercado interno con productos importados, muchos de los cuales se producían aquí, generando el cierre de industrias y la desaparición de más de 100.000 explotaciones agropecuarias, según la comparación entre el Censo Agropecuario de 1988 y el de 2002. En la actualidad, no existen entidades estatales que regulen o intervengan en la producción o comercialización de la mayoría de los bienes primarios que produce nuestro país.
En síntesis, existen dos caras distintas de interpretación de la realidad nacional según se la mire desde el punto de vista del conjunto de los intereses nacionales o desde sus distintas corporaciones. En otra época se hablaba de una patria contratista, una patria sindicalista o una patria militar; es hora de pensar ahora en una patria común, donde los intereses corporativos no se impongan a los del resto de la población. Más concretamente en un modelo de crecimiento con equidad, que reconozca las lecciones del pasado y supere sus errores. En donde el aprovechamiento de los mayores precios en los mercados mundiales, la mejor explotación de los recursos naturales y el desarrollo de las agroindustrias se articulen con la ampliación del mercado interno y un proceso de industrialización que pueda abastecerlo. Todo esto acompañado por una mejora de las condiciones sociales, el pleno empleo sin trabajo informal, la erradicación de la pobreza y la elevación de la calidad educativa en todos sus niveles. Pero, para ello, resulta necesario, ante todo, dar de baja el cruel experimento mileista y recrear una nueva cultura nacional con una visión productivista -no rentística- adaptada a los desafíos del nuevo siglo, que contemple los intereses y el desarrollo del conjunto de la ciudadanía y no de minúsculas élites de poder.